El 1° de noviembre de 1755, festividad cristiana consagrada
al recuerdo de los muertos, Lisboa, que para entonces era el santuario del
Poder eclesial quedó literalmente en ruinas. Un terremoto estimado en 9 grados
en la escala de Richter, un posterior maremoto e incendios masivos dejó la
esplendorosa ciudad medieval reducida a escombros. Para entonces, el poder de
la iglesia había transformado la urbe en un baluarte irreductible de la fe
cristiana frente al deterioro acelerado de las creencias religiosas que, a la
vuelta de la esquina, transformarían la vieja Europa y gran parte de occidente
en un vasto conjunto de Estados laicos, modernos y capitalistas a través de la
Revolución Francesa.
El efecto inmediato del terremoto puso en
entredicho el Poder de la Iglesia ¿Cómo era posible que una sociedad tan
creyente y dedicada a Dios sufriera un embate de esa naturaleza justo el día y
a la hora en que todos los fieles estaban en las Catedrales e iglesias de la
bella Lisboa? Voltaire había dicho años
después que el desastre de la ciudad solo puso en evidencia que “la suprema
bondad de Dios no existe”. El hecho histórico quedó fijado en la historia
europea como el punto de inflexión definitiva de la hegemonía cristiana que el
clero había ejercido a lo largo y ancho de la Edad Media. Ochocientos años
centrados en la fe católica se vinieron abajo en los cuarenta minutos del
terrible sismo. Los hombres de aquella época demandaban de la alta curia una
explicación racional que explicara los motivos que Dios habría tenido para
castigarlos de esa forma. La respuesta obviamente era imposible. No había
ninguna racionalidad capaz de esclarecer las razones divinas detrás de la
devastación, la muerte y el dolor que dejó el terremoto. La Santa Iglesia
Católica Apostólica y Romana, cuyo influjo doblegó la historia por casi mil
años, perdió en cuarenta minutos todo el poder de su discurso; la realidad la
superó con creces.
La lección histórica puede servirnos hoy para
entender el sunami que afronta el régimen ante la devastación de la
Chiquitanía. En los hechos cualquier argumento oficial no hace más que
ratificar la ineptitud del régimen y deja al descubierto que las estrategias de
corte político que conllevan el ya largo proceso de “migraciones políticas” y “asentamientos
estratégicos”, le costaron al MAS una cuota de hegemonía política mucho más
significativa que la interminable cadena de hechos de corrupción, abuso de
poder y demagogia populista de los últimos tres lustros.
No solo se trata de un golpe mortal a los sistemas
ecológicos, una devastadora perdida de la diversidad y un daño que tomará al
menos dos siglos en recuperarse, se trata de una catástrofe que muestra el
precio que una nación tiene que pagar cuando todos los recursos y las artimañas
sirven a la hora de transformar la “Madre Tierra” en un instrumento ideológico,
político y electoral al servicio de las pretensiones prorroguitas y hegemónicas
de un régimen.
En el imaginario colectivo, vale poco dar
explicaciones de orden político. Que lo provocaron emisarios de la derecha, los
partidos de oposición, el mismísimo imperio o los misteriosos designios del
azar tiene poca capacidad de convencimiento, más creíble se hace pensar que la
repartija de chacos a cambio de votos explica mejor los orígenes del fuego, o
que la Madre Tierra le pasó las facturas a quienes hicieron de ella el escarnio
de sus propios mitos. Lo cierto es que, como en la medieval Lisboa, todos los andamiajes
del discurso en torno a las esencias del régimen se los devoró el fuego, y con
él, toda la narrativa oficialista encontró en la Chiquitanía su más triste y
devastadora negación.
El oficialismo sabe que sus maniobras han herido de
muerte la conciencia nacional. Que su máximo líder empieza a perfilarse como el
símbolo de las grandes pérdidas, y que la Chiquitanía es a Bolivia lo que el
Terremoto de 1755 fue a Portugal: el fin
de una era y el ocaso de un Poder que alguna vez pareció invencible.