miércoles, 4 de septiembre de 2019

Cuando el Poder se quema


El 1° de noviembre de 1755, festividad cristiana consagrada al recuerdo de los muertos, Lisboa, que para entonces era el santuario del Poder eclesial quedó literalmente en ruinas. Un terremoto estimado en 9 grados en la escala de Richter, un posterior maremoto e incendios masivos dejó la esplendorosa ciudad medieval reducida a escombros. Para entonces, el poder de la iglesia había transformado la urbe en un baluarte irreductible de la fe cristiana frente al deterioro acelerado de las creencias religiosas que, a la vuelta de la esquina, transformarían la vieja Europa y gran parte de occidente en un vasto conjunto de Estados laicos, modernos y capitalistas a través de la Revolución Francesa.

El efecto inmediato del terremoto puso en entredicho el Poder de la Iglesia ¿Cómo era posible que una sociedad tan creyente y dedicada a Dios sufriera un embate de esa naturaleza justo el día y a la hora en que todos los fieles estaban en las Catedrales e iglesias de la bella Lisboa?   Voltaire había dicho años después que el desastre de la ciudad solo puso en evidencia que “la suprema bondad de Dios no existe”. El hecho histórico quedó fijado en la historia europea como el punto de inflexión definitiva de la hegemonía cristiana que el clero había ejercido a lo largo y ancho de la Edad Media. Ochocientos años centrados en la fe católica se vinieron abajo en los cuarenta minutos del terrible sismo. Los hombres de aquella época demandaban de la alta curia una explicación racional que explicara los motivos que Dios habría tenido para castigarlos de esa forma. La respuesta obviamente era imposible. No había ninguna racionalidad capaz de esclarecer las razones divinas detrás de la devastación, la muerte y el dolor que dejó el terremoto. La Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana, cuyo influjo doblegó la historia por casi mil años, perdió en cuarenta minutos todo el poder de su discurso; la realidad la superó con creces.

La lección histórica puede servirnos hoy para entender el sunami que afronta el régimen ante la devastación de la Chiquitanía. En los hechos cualquier argumento oficial no hace más que ratificar la ineptitud del régimen y deja al descubierto que las estrategias de corte político que conllevan el ya largo proceso de “migraciones políticas” y “asentamientos estratégicos”, le costaron al MAS una cuota de hegemonía política mucho más significativa que la interminable cadena de hechos de corrupción, abuso de poder y demagogia populista de los últimos tres lustros.

No solo se trata de un golpe mortal a los sistemas ecológicos, una devastadora perdida de la diversidad y un daño que tomará al menos dos siglos en recuperarse, se trata de una catástrofe que muestra el precio que una nación tiene que pagar cuando todos los recursos y las artimañas sirven a la hora de transformar la “Madre Tierra” en un instrumento ideológico, político y electoral al servicio de las pretensiones prorroguitas y hegemónicas de un régimen.

En el imaginario colectivo, vale poco dar explicaciones de orden político. Que lo provocaron emisarios de la derecha, los partidos de oposición, el mismísimo imperio o los misteriosos designios del azar tiene poca capacidad de convencimiento, más creíble se hace pensar que la repartija de chacos a cambio de votos explica mejor los orígenes del fuego, o que la Madre Tierra le pasó las facturas a quienes hicieron de ella el escarnio de sus propios mitos. Lo cierto es que, como en la medieval Lisboa, todos los andamiajes del discurso en torno a las esencias del régimen se los devoró el fuego, y con él, toda la narrativa oficialista encontró en la Chiquitanía su más triste y devastadora negación.

El oficialismo sabe que sus maniobras han herido de muerte la conciencia nacional. Que su máximo líder empieza a perfilarse como el símbolo de las grandes pérdidas, y que la Chiquitanía es a Bolivia lo que el Terremoto de 1755 fue a Portugal:  el fin de una era y el ocaso de un Poder que alguna vez pareció invencible.