martes, 22 de abril de 2014

Maduro y los fascistas

La beligerante verborrea de algunos líderes latinoamericanos actuales, como Maduro, muestra un patrón discursivo que hace parte de la retórica oficial de los actuales populismos latinoamericanos, por ejemplo: todos recurren al calificativo de “fascista” cuando deben referirse a sus opositores, disidentes o detractores. La historia del término sin embargo, puede darnos ciertas claves para su comprensión. Veamos.

En el siglo pasado Bosch, Perón, Getulio Vargas o Paz Estenssoro preferían apelar al concepto de “imperialista”, evitaban el término “fascista” seguramente porque el recuerdo tan próximo de los campos de exterminio y la aún dolorosa memoria de los hombres que se llevo la Segunda Guerra Mundial, recomendaba -con más lógica que prudencia semántica- eliminar del diccionario ideológico un vocablo escrito con la sangre de millones de inocentes inútilmente sacrificados. Durante la post-guerra, a diferencia del marxista-leninista que ostentaba su denominación con orgullo y valentía, los fascistas evitaban ser identificados por ese calificativo, el término se asociaba –como dice Payne- a las nociones de “violento”, “brutal” y “dictatorial”. Bajo condiciones tan poco motivadoras, los fascistas encontraron una estrategia discursiva enormemente eficiente; atribuían al adversario los rasgos de su propia naturaleza, así, todo enemigo político era “violento” “brutal” y “totalitario”, en otras palabras; era fascista; ¿Cómo esto fue posible? Las explicaciones más serias sostienen que se trata de un artificio que descubrió Freud: los humanos –sostenía- suelen negar su naturaleza para afirmarla.

En efecto, la historia ha mostrado que las más aberrantes dictaduras modernas se autoproclaman antifascistas y democráticas, Pinochet, la tétrica secuencia militar argentina, los hermanos Castro, el espantoso Stalin y ni que se diga de los dictadores de Oriente Medio que sometieron sus pueblos por décadas con mano de hierro, empero, hasta el lenguaje suele desplomarse frente al peso de la realidad. Todos los artificios de la lengua resultan inútiles cuando la aguda conciencia social percibe que los calificativos y apelaciones semánticas están vacías, cuando lo que se dice negro en realidad es blanco, cuando lo que se dice democrático en realidad es totalitario, cuando el tachado de fascista es en realidad su opuesto, o cuando el autoproclamado adalid de la democracia es solo una deriva de las dictaduras modernas, ese es el momento en que mueren los discursos y perecen frente al tribunal inapelable de la historia los falsos profetas.