En las últimas décadas experimentamos a nivel global la emergencia de un nuevo tipo de movimientos sociales, cuya mayor diferencia con sus antecesores gira en torno a la necesidad de una ampliación y transformación de las formas de representación social. Sin duda expresan las demandas de nuevos actores sociales y en consecuencia expresan una nueva manera de hacer política, alejada de los mecanismos y los “aparatos” de poder tradicionales como los partidos, movimientos o agrupaciones políticas circunscritas a determinadas concepciones ideológicas y a una estructura jerárquica de mando vertical. Nuevas categorías discursivas y temáticas emergieron en sustitución de los complicados sistemas ideológicos que, en su momento, constituían la columna vertebral de los argumentos políticos. Los grandes “discursos” del siglo XX dieron paso un amplio conjunto de demandas que, en el fondo, traducen la necesidad de reconocimiento de las diversas identidades que caracterizan el siglo XXI.
Bajo
esta perspectiva, los nuevos movimientos sociales se orientan a la defensa del
medio ambiente, el reconocimiento de identidades divergentes, la protección
animal o el respeto a las diferencias religiosas, culturales, los derechos de
la familia, los Derechos Humanos, el trabajo en sus diferentes versiones y la
diversidad de género entre otras cosas.
Según
un experto en el tema (J.M. Obarrio) “Una de las principales características
que los analistas suelen resaltar es la importancia del sentido colectivo
construido por los actores participantes”, cuyas identidades particulares se
fusionan en la perspectiva de una demanda común prescindiendo de cualquier
criterio ideológico o político partidario, de ahí que, las identidades de clase
no suelen estar presentes y los nuevos movimientos se alinean en torno a
demandas más cotidianas. Sus acciones estan pensadas para imponer criterios de
verdad más allá de la desprestigiada y poca creí
ble narrativa estatal, y sus
objetivos se centran en la necesidad de modificar posiciones estatales que
consideran atentatorias a sus derechos, o los preceptos de una democracia
liberal y democrática. Como dice Obarrio, “contribuyen a resaltar más una
continuidad que un quiebre” entre los espacios de la sociedad civil y el
Estado, aspecto que remarca la naturaleza democrática de estos movimientos.
Probablemente
por esto los esfuerzos por devaluar la presencia ciudadana en los “paros” tenga
un efecto mínimo en la subjetividad social. Cuando el gobierno intenta
comprender la participación ciudadana, el argumento toma como referente la
anticuada dicotomía “derecha/izquierda”. Difícilmente los activos participantes
de estas movilizaciones podrían identificarse con estas categorías. Su fortaleza
emerge de cuestiones mas cotidianas, tales como defender sus derechos
patrimoniales, la libertad de pensamiento, la defensa de los medios de
comunicación, su voto y el respeto a los preceptos democráticos.
Como
resultaría contradictorio calificar estos movimientos de antidemocráticos, (dada
la presunta vigencia de las libertades ciudadanas), los recursos discursivos echan
mano de las viejas narrativas del “golpe”, “magnicidio”, el “imperio” y en el
caso boliviano, del “racismo y la discriminación”.
Esta imposibilidad de “leer” la sociedad boliviana de
manera coherente con el siglo XXI y el nivel de desarrollo de la sociedad
boliviana, lo único que ha logrado ha sido consolidar un espíritu y una
conciencia democrática que, aún dentro de las propias filas masistas, se ha
mostrado indestructible, a no ser que finalmente, el régimen opte por
imponerlas por la fuerza, opción altamente peligrosa e históricamente inviable.
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