La muerte, se ha dicho, es el
acto más democrático de la existencia humana, afecta a todos por igual más allá
de las posiciones sociales, las cuotas de poder, la fortuna o la miseria. Es
tan democrática que posee el indescriptible atributo de develar la condición
humana con todas sus grandezas y miserias juntas, pero cuando se produce una
muerte por inanición su condición democrática se torna subversiva.
Cuando los medios y las redes nos
hicieron saber que una niña había muerto de hambre y que el resto de su familia
iba camino al final de su existencia por la simple razón de no tener que
llevarse a la boca, sentimos que los grandes discursos se desploman como un
castillo de naipes, que las ambiciones de Poder no son más que un atributo de
la insensibilidad humana, que todos los grandes proyectos y las
inconmensurables ambiciones del hombre en un país empobrecido finalmente se resumen a un silencioso grito de
impotencia, que de nada sirven los bramidos
victoriosos para los que desde la humildad de sus vidas tienen que
resignarse a morirse de hambre.
Nos hemos acostumbrado a pensar
el país y nuestra existencia sumergidos en los grandes discursos, en las
proyecciones fabulosos, en un maremágnum de indicadores imbatibles, en el
pragmatismo de una arrolladora realidad que lo nubla todo, y hemos olvidado que
detrás de estos acontecimientos se mueven los pequeños discursos de la gente
común, aquellos gemidos como los del joven que no pudo financiar la
sobrevivencia de la hermana y observa impotente la agonía de sus padres. Cuando
la muerte nacida de las entrañas de la miseria, la inequidad, la injusticia y
la indiferencia arrogante de la que hacemos gala ronda el perímetro de nuestros
hogares, solo sentimos la estrepitosa caída de las ideologías, el final de una
historia y el nacimiento de la furia.
Quizás todo este campo de batalla
en que nos enfrentamos oficialistas y opositores, los de izquierda y los de
derecha, los revolucionarios y los conservadores no sea más que un hábil
subterfugio de la pequeñez humana incapaz de reconocer la realidad abrumadora
que se expresa en una muerte inútil. Una expresión de la ignominia humana en el
esplendor de su apogeo tecnológico y científico, en el cenit de su grandeza.
Una falacia hecha discursos de Poder.
Si nos dejáramos de mentir y por
un solo momento reconocemos las cosas como realmente están y como realmente son
quizás Eva no hubiera muerto, probablemente hubiéramos reconocido ese riesgo
inminente y no lo hubiéramos obviado, quizás, una cuota de honestidad para con
el pueblo y nuestras propias conciencias evitarían este tipo de finales
atroces.
La dramática imagen de un sepelio
en el que el hermano mayor acompaña el cadáver de la hermana muerta de
inanición en la soledad de su abandono no puede pasar desapercibida. No se trata
de asumir una posición lastimera, se trata de asumir la contundencia de la
miseria en un país que se ha dedicado a construir una imagen falseada de su
realidad. En la Suiza de la que nos hablan no tendrían cabida estos dramas
cotidianos. Como esa muerte no es neoliberal, ni pluri, ni de derecha o de
izquierda lo único que cabe es reconocer que no somos Suiza y que la mitad de
lo que se dice se desploma frente al cadáver de una niña que se murió de
hambre.
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